Suelo llevar a cabo un ejercicio cuando sostengo una conversación con una mujer: intento imaginar como fue de niña. Y con frecuencia la persona deja aparecer una mirada, una sonrisa, un gesto que estoy segura, ha conservado desde entonces. No importa si hoy tiene más de 60 0 70 años. Antes de ser lo que somos hoy, todos fuimos niños. Y jugamos y soñamos y tuvimos miles de fantasías sobre lo que haríamos al ser grandes.
Es una pena que creamos que esa niña que sigue habitando nuestro cuerpo tiene que comportarse siempre seriamente. Que dejemos de jugar, de divertirnos, de soñar. Que nos dejemos abrumar por las expectativas no cumplidas, por los sueños no realizados, por los «fracasos». Y lo escribo entre comillas porque sé que nuestro mejor maestro es nuestro más reciente fracaso. Y porque sé que si alguien me priva de su amor no me priva de mi capacidad para amar y del amor de otros. Y si alguien ya no quiere ser mi amiga, hoy, a diferencia de cuando era niña, sé que habrá otras que si quieran jugar conmigo.
Es una pena que nos creamos tan adultas que ya no nos demos el lujo de descansar, de planear como divertirnos más y de seguir soñando con lo que haremos cuando seamos grandes.
Nunca seremos demasiado grandes, afortunadamente. Siempre podremos encontrar con ternura al niño que está en ese hombre de 62 años, a la niña que está en esa mujer de 50. Y siempre, mientras haya vida, habrá la oportunidad de reparar, de darnos a nosotros mismos y a los otros, el abrazo que tal vez nos hizo falta cuando niños. Feliz día del niño.