En nuestra cultura, suele ocurrir que las madres educamos solas a nuestros hijos. No en todas las familias, afortunadamente. Esta circunstancia y otros factores han conducido a construir una falsa creencia: que el padre no es tan importante como la madre en la construcción de una adecuada salud mental. Nada más falso.
El padre es muy importante: es el introductor de la ley. Es el que nos protege de la «locura» de la madre. Es el que nos guía y nos da su apellido y un lugar en el mundo. Es el que nos enseña a pensar, a trabajar, a ganar dinero. Es el que trae el orden y la estructura. Con esto no quiero decir que una madre no pueda lograr esto en sus hijos. Claro que puede, así como un padre que educa solo a sus hijos es capaz de aportar los cuidados tradicionalmente atribuidos a la madre.
El hijo necesita de los dos. Si los dos participan y contribuyen a su formación y le dan lo que le puedan dar, ese hijo crecerá más seguro, más fuerte, más protegido. Es muy triste que uno de los dos progenitores se desentienda de sus hijos. Yo estoy convencida que los hijos se pierden de mucho cuando no conviven con su padre o con su madre. Y estoy más convencida de que los que más pierden, al final, son los padres y las madres que no se hacen responsables de sus hijos. Si no hacemos eso: ¿cómo justificarlo?
Ser padre o madre biológico no basta. Amar tampoco es suficiente. Hay que estar. Hay que trabajar y aprender a ser madres y padres. No nacemos con ese conocimiento. Hay que saber hacernos responsables de nuestros actos. Si esa responsabilidad no se asume no hay posibilidad alguna de alcanzar la tranquilidad.