Solemos atribuir a la desgracia muchas de las situaciones desagradables que nos ocurren.
Es más fácil culpar al otro de lo mal que me ha ido, y ese otro suele ser la madre, el padre, un hermano, un jefe, el esposo, la esposa, un mal amigo, un hijo o un otro más anónimo como el gobierno o la crisis. Ah, también la devaluación suele ser la culpable.
En nuestra necesidad de auto destrucción gastamos de más, fumamos de más, comemos de más, bebemos de más, somos indolentes, flojos, mentirosos y ponemos nuestra salud psíquica y física en riesgo.
Y luego decimos que es culpa de algún otro.
La verdad es que la mayoría de nuestros problemas nos los hemos buscado. Cada acto tiene una consecuencia. A veces es inmediata pero muchas otras veces el resultado, el efecto, se ve sólo a lo largo de mucho tiempo. Entonces, cuando estamos viviendo el efecto, nos es más fácil olvidar la causa y culpar a otro.
Lo que siembras, cosechas. No hay modo de que no ocurra así. Si siembras agresión cosechas desprecio y soledad. Si siembras descuido personal cosecharás enfermedad. Si siembras despilfarro, cosecharás crisis económica. Nuestras acciones influyen en nuestro destino más que nuestros padres, hermanos, amigos y enemigos y más que las devaluaciones o los jefes. Hoy estamos viviendo los efectos de nuestras acciones de ayer.